viernes, 24 de abril de 2015

MOGOTOCORO

El  último Chitarero


Relato de ficción histórica acerca de la conquista del sur de Pamplona, específicamente el territorio de Servita,  habitado por los pueblos  aborígenes  Laches, y el territorio de  Bichá  habitado por los Chitareros. El territorio de  Bichá, corresponde a lo que  actualmente es jurisdicción de los municipios de Guaca,  San Andrés y Cepitá o Cepetá.
     



Germán E. Bermúdez


                                       Bogotá  2009


Comentarios  al texto inédito.

Felicitaciones por tan hermosa y fascinante historia que  recrea nuestras raíces  aborígenes en el marco de la conquista y la  colonización  española. Su narrativa mantiene, como un hilo  invisible, el interés del lector del inicio hasta el fin.
Su contenido logró conmover las más profundas fibras de mi ser, dando como resultado una mezcla  de sentimientos de dolor, impotencia, enojo, frente a la realidad invasora y de orgullo y admiración hacia  nuestra herencia indígena representada en la dignidad y valentía de Mogotocoro.
Para el autor, un merecido reconocimiento, por el producto de su cuidadosa y bien lograda búsqueda etnográfica en el camino recorrido por nuestros  antecesores.
Gracias por concederme el privilegio de devorar estas páginas inéditas y a su vez, realizar algunas correcciones.


Gloria I. Jaimes.
Bogotá Julio de 2001


Esta es una interesante  recreación  histórica que denota una exhaustiva investigación acerca de las raíces de nuestros ancestros: los chitareros.
Al comienzo tuve cierta dificultad por la  gran cantidad de términos de la lengua chitarera; pero al familiarizarme con ellos  se hizo  bastante ágil la lectura.
Agradezco el haberme confiado la primicia de esta lectura, la cual despierta emociones y afectos, pues veo reflejados allí  retazos de mi terruño, raíces etimológicas que no conocía. 
Este libro tiene un gran valor  por la recuperación histórica, lingüística y cultural; además  se le  agrega el valor literario e imaginación en forma recreativa.


Yolanda Castellanos.
Bogotá 2008.



MOGOTOCORO

 El último  Chitarero


Los  que contamos una historia y los que la leen, tenemos el privilegio de vivirla en primera persona, y con mayor  razón si esta es el producto  de un ejercicio  de imaginar  la cotidianidad  en el pasado, donde están nuestras raíces culturales  y raciales. 


CAPÍTULO  1.

LAS  PRIMERAS   APARICIONES  DEL  INVASOR.




«Mogotocoro estaba recientemente exaltado al rango de Sybintiba[1] del territorio de Cupa-aga y de litas-aga, parte del gran territorio de Bichá[2], cuando dirigió por primera vez a sus guerreros para combatir un ejército de hombres de raza desconocida que llegó hasta su Sybin[3]. Desde esos sucesos hasta el momento la Hicha paramuna[4] había producido más de veinte cosechas de abtyba.[5] Aquella lucha la había realizado junto a los Sybintibas Imagará, Listará y Mechichá enfrentando a los invasores, hombres de cara descolorida y peluda que caminaban sobre cuatro patas de las que se podían separar y volver a juntar, que lanzaban truenos y rayos de muerte con unas cañas humeantes, le cortaban la cabeza y brazos a los hombres que se les enfrentaban, con unas macanas[6] tan fuertes como la roca. De nuevo esos guerreros estaban invadiendo su guaia Hicha –la madre tierra- en la que habían vivido desde que Nempequeba[7] representado por atugue Sua[8], -el dios del cielo claro- y atugue Huitaco[9] -la diosa del cielo oscuro-, los habían hecho de las dos serpientes que salieron de las aguas de popa[10] en forma de mojas macho y hembra, los que crecieron se reprodujeron y de los que descienden todos los hombres y mujeres del territorio de Bichá.


Desde esos tiempos el Sybintiba Mogotocoro no había vuelto a saber de los invasores, hasta ahora con la llegada del chasqui enviado por los Sybintibas del pueblo Lache, Babegá, Carabá, y Servitá quienes tenían sus reinos más allá de Mogorontoque[11], el lugar donde habita el atugue del agua. El chasqui le dijo que el hombre de cara descolorida y peluda que caminaba en cuatro patas, que lanzaba rayos de muerte y que poseía macanas irrompibles, estaba en su guaia hicha, había llegado por el reino de sus hermanos los Tocareguas.


Mogotocoro estaba sentado sobre las esteras que cubrían el piso de su cercado de Cupa-aga situado en lonsuta,[12] acompañado de Chipagra y Chanagá, sus dos jefes guerreros y consejeros, quienes de pie observaban al mensajero que permanecía de cuclillas con los brazos en alto y su cabeza gacha sin mirar al “ahyca” –el señor, el soberano- por respeto a su dignidad de guerrero.


El chasqui tenía los pies sangrantes a consecuencia de la larga jornada de caminar descalzo, su traje conformado por una manta blanca de algodón estaba manchada del color de la tierra roja de los páramos, su jurisca, gorro que cubre la cabeza y el cuello dejando solamente descubierta la cara, estaba mojada por el sudor. En el suelo sobre la estera, junto a él, se encontraba su chíparo,[13] donde portaba la bebida, su mochila con su ración de arepa[14] y las hojas de hayuelo,[15] que masticaba para no sentir fatiga.


El mensajero hizo que Mogotocoro dejara de pensar en la enfermedad de su sobrino, el moja[16] Chuangará, quien estaba siendo atendido en el fondo del tambo[17] por el curandero, la hermana del Sybintiba y madre del heredero, las tiguyes[18] del cacique y sus sirvientes.


A Mogotocoro se le llenó su mente de recuerdos mientras permanecía con su mirada dirigida hacia el horizonte verde oscuro que se perdía entre la faca.[19] En esos momentos de soledad estaba volviendo a vivir los hechos sucedidos en aquellas cuatro lunas cuando, siendo aún muy joven pero ya investido de la dignidad de “ahyca” o soberano, vistió por primera vez su traje de guerrero para ir a luchar contra los chimigüez[20], en compañía de los Sybintibas Imagará del poblado de monte abajo o Guaca, Mechichá, el esposo de Cámara su hija y Listará. Revivieron en su mente aquellos acontecimientos pasados, cuando armado de lanza y macana hostigó, junto a sus guerreros y los guerreros de los Sybintibas hermanos de territorio, a los invasores, acechándolos desde los chiribitales[21] y los frailejones sin dejarse ver durante varios días con sus noches. El ejército invasor era el del conquistador germano llamado Ambrosio Alfínger quien llegó al territorio de Bichá por el camino que viene del Sybin de Suratá trayendo como rehenes a los guerreros del Sybintiba Tamalameque, del pueblo hermano de los Chiriguanáes, que habían sido hechos prisioneros al ser derrotados en la batalla de las islas que flotaban en el gran Yuma[22], -el río del país amigo-, esperando que al refugiarse en las tierras rodeadas de agua los caballos y sus jinetes no podrían alcanzarlos. 


El chasqui, que aún permanecía de cuclillas, vio cuando las manos del soberano se crispaban y su rostro se endurecía, sin imaginar que esa reacción se debía a que por su mente estaban pasando las imágenes de los hermanos Chiriguanaes prisioneros, caminando atados por el cuello con una cadena formando una sarta mientras cargaban el oro que pagaron por el rescate de su Sybintiba Tamalameque. Desde esa ocasión, los habitantes del “quica” o territorio de Bichá supieron que los chimigüez eran enemigos que los esclavizarían si no los combatían. 


Los recuerdos de Mogotocoro continuaron reviviendo las imágenes de aquellas luchas especialmente la persecución que realizaron durante el primer día a los invasores sin darles señales de su presencia. Durante este seguimiento pudo ver junto a sus guerreros, cómo los invasores con sus macanas irrompibles –espadas- les cortaban la cabeza a los aborígenes prisioneros cuando las fuerzas les abandonaban, agobiados por la carga de los pesados calderos de cobre, en los que llevaban el oro y otras cargas más, por la fatiga acumulada en las largas marchas sin consumir ajiaco[23] y por el azote del aliento helado del páramo al que no estaban acostumbrados los cuerpos de los guerreros de Tamalameque.


Los maltratos a sus hermanos de raza le llenaron su ser de valor incontenible para decidirse a atacarlos a pesar que su presencia inexplicable les atemorizaba, pues no sabían si eran espíritus del mal, o seres de mundos extraños con intenciones beneficiosas para ellos. En las primeras escaramuzas lograron liberar a algunos guerreros Chiriguanaes prisioneros y hacerse al botín de tres gachas de barro irrompible, -como decidieron llamar a los calderos de cobre-, que dejaron abandonados en la huida los invasores al darse cuenta de la gran cantidad de guerreros aborígenes que los enfrentaban.


Los calderos y la cadena que dejaron abandonados en la huida los soldados alemanes fueron la salvación momentánea porque los guerreros aborígenes se quedaron observándolos y golpeándolos para tratar de entender la naturaleza de los sonidos que producían. Estuvieron allí mucho tiempo hasta que perdieron el interés por los objetos, entonces decidieron continuar la persecución.


Mogotocoro siguió reviviendo los hechos sucedidos durante las tres lunas[24] siguientes durante las que estuvieron persiguiendo a los invasores con mucha valentía. El valor no sólamente provenía de su juventud sino que era infundido por el traje de guerrero. En sus recuerdos se observaba a sí mismo con su jurisca de algodón tejido adornada con figuras geométricas azules obtenidas con el añil; amarillas obtenidas con el vijá o achiote y negras con el gaque y la corteza del encinillo, colores que identificaban el linaje de un soberano. Su manta de algodón también tejida, iba ceñida a su cintura con el chumbe[25] y sobre esta y sus hombros el sayo[26] que le caía hacia a delante y hacia atrás hasta las rodillas. Sobre su sayo relucían los pectorales y collares de cilindros tallados en hueso, con los símbolos propios de su linaje.


En uno de los encuentros, sus guerreros lograron darle muerte a un par de chimiguez que caminaban en sus propios pies, clavándoles sus lanzas. En otro encuentro logró acercarse a un grupo de chinbacochas, -animales que les servían de piernas a algunos de los invasores-, comprobando que morían como todos los animales cuando atravesaron con sus lanzas a uno de ellos. En medio de su asombro también supo que estos animales extraños, además de servirles de piernas, les servían de alimento, cuando observaron desde el acecho entre los bosques de frailejones, cómo lo desollaron, lo descuartizaron, cocieron al fuego algunas presas, las que comieron con mucha satisfacción y por último cargaron con lo que quedaba después de tirar las tripas a sus perros, otros animales desconocidos para ellos.


Los recuerdos le revivieron las imágenes de los cadáveres congelados de los invasores y de algunos de los guerreros de Tamalameque. Tenían los labios retraídos dejando al descubierto los dientes, con la boca y la nariz llenos de hielo, después de la primera noche que tuvieron que soportar en la cima de Mogorontoque la borrasca de granizo que cayó durante gran parte de ella, la que también emparamó[27] a dos guerreros de su pueblo.


Su mente y su cuerpo revivían los sufrimientos que padecieron en el tiempo que duró la persecución y los hostigamientos hasta que sacaron a los invasores de su reino y los hicieron adentrarse en el territorio del Sybintiba Chinácota, donde dos de los jefes de los guerreros invasores que avanzaron sin los perros por un sendero, fueron sorprendidos y atravesados por las lanzas de los guerreros Chinácotas; a uno de ellos en la garganta y al otro en una pierna y la espalda, lo que produjo una gran conmoción en el resto del grupo de los invasores, haciéndolos abandonar el lugar apresuradamente, en dirección a donde sale atugue Sua, cargando en un guando armado con dos palos y una manta a los dos jefes heridos para no volver a saber de ellos hasta muchas lunas después..


A su mente también llegó el recuerdo del moja que parió Antonbilta una mujer de su pueblo que era la tyguye de Chuguarí un Utatiba[28] del Sybin de Imagará, quien nació con el cabello, las cejas y las pestañas blancas como el cabello del jachue,[29] con los ojos y la piel tan claros que no correspondían a los de sus padres ni a los antepasados de su pueblo. Este nacimiento extraño, nunca antes visto en el tiempo que llevaba de existencia su pueblo y los pueblos hermanos: Macareguas, Guicanes, Laches, Guanes, Caribes, Zipas y Zaques, justo pocas lunas antes de la presencia de los hombres de otra raza y de territorio desconocido, fue interpretado como un mensaje de los “atugues”-dioses- cuyo significado no pudo ser descifrado por el jeque[30] y sus sacerdotes. Se interrogaba a sí mismo sobre el nacimiento del moja albino, queriendo saber si anunciaba la llegada de los hombres blancos a su Sybin. Salió de sus pensamientos y reflexiones quedando nuevamente ante la realidad cuando el chasqui se desmayó a sus pies a causa del agotamiento. Sus hombres retiraron al mensajero inconsciente para atenderlo, llevándolo a un tambo del fondo del poblado.


Mogotocoro se quedó mirándolos alejarse hasta que desaparecieron de su vista, luego se dirigió a los aposentos contiguos separados por un cañizo[31] donde el heredero Chuangará se consumía por “chichaguy” –enfermedad- de las calenturas, que eran malos espíritus que estaban menguando a los mojas de su pueblo. Se detuvo junto a él y se quedó mirando al chique[32] que se hallaba en trance invocando a los espíritus de la vida y alejando a los de chacúa.[33] El cuerpo del curandero estaba cubierto por el sudor y agitándose en medio del humo que salía de su pipa donde se consumía el hosa.[34] La mirada la tenía perdida por el efecto de fumar continuamente desde hacía dos días cuando el moja heredero quedó poseído por “chichaguy” de las calenturas.


Hacía solamente cuarenta y ocho lunas que el heredero Chuangará había nacido, por eso era un moja o niño, el que debía ser proclamado por el jeque y su pueblo como ahyca o Sybintiba, cuando el hermano mayor de su madre, el soberano Mogotocoro, emprendiera el largo viaje –la muerte- ; como había sido proclamado el anterior soberano y el anterior a éste, y así sucesivamente como había sucedido en su pueblo desde el principio de los tiempos cuando el gran espíritu los creó de las dos serpientes que salieron de la popa sagrada, el lago de aguas tibias que cambian de color con la hora del día, el que está más allá de las montañas, en el territorio del Sybintiba Charero y ahora de su sucesor Garero, cerca de aguas del Chicamocha, la fuente grande que nace en el sybin de los Hunzas y los Butareguas, de los Zipas y Zaques, que sirve de límite a su territorio con el de sus hermanos, los Macareguas.


El cuerpo del heredero Chuangará estaba suspendido en una hamaca de fique tejida por las tejedoras del pueblo de Mogotocoro, quienes habían aprendido el arte de tejer de otras tejedoras que habían aprendido a su vez de las primeras tejedoras de su pueblo a quienes les enseñó Sadigua, el “atugue” de los tejedores, quien les dijo cómo cultivar el algodón, cosecharlo e hilarlo en la rueca, a construir el guayty,[35] a teñir con añil, achiote y la corteza del encinillo, a cultivar el fique, extraerle las blancas y fuertes fibras con las que torcían las cabuyas haciendo rodar sobre sus piernas desnudas con sus manos los hilos para convertirlas en un largo cordel con el que tejían aquella cama parecida al nido del toche, la que colgaban de los maderos de los techos para descansar y dormir.


Mogotocoro bajó la cabeza en gesto de resignación, dio la vuelta y regresó al centro del tambo, girando hasta quedar frente a Chipagra y Chanagá. Los jefes guerreros observaron cuando cruzó sus brazos, movió hacia atrás su cabeza enmarcada por cabellos largos, lacios y negros cuidadosamente ordenados y sostenidos por una balaca de algodón tejido, adornado por las figuras geométricas de colores, con su rostro cetrino entristecido por la pena y el dolor que embargaba su corazón aumentados por la noticia acabada de recibir.


Al invasor, ahora muy numeroso, debían enfrentarlo como en los tiempos pasados, uniendo las fuerzas de todos los Sybintibas hermanos que conformaban los pueblos del territorio de Bichá. Mirando detenidamente a sus consejeros les hizo saber que debían avisar a los Sybintibas del territorio de Cámara que nuevamente habían llegado los hombres de cara descolorida y peluda, que estaban invadiendo la guaia hicha: A Mechichá, del territorio de Guaca y a Imagará, que se encontraban cruzando el río Cámara, cuyas aguas nacen en la popa Samaná; al Sybintiba Listará, que tiene su territorio cerca al sybin de Servitá; a los Sybyntibas Cepetá, Empalá, Salabugá y Limagá, que tienen sus territorios hacia el lado donde duerme atogue sua .


En el territorio de Bichá estaban los cucaratá,[36] donde crecían los robles, los cucalás, los nogales, los cedros, los almendros, la palma de macana; estaban los Zuratá,[37] donde crece el chicalá, los cucharos, los gaques, los chiveches, los arrayanes, los pauches, los caracolíes, los yátagos, los encinillos y los loquetes; los chiribitales, donde recogían las chirimoyas, los congolos, los corozos, las pitahayas y el cacao, el alimento de los soberanos. La guaia hicha que está bajo los cielos donde vuelan los ciéntaros, las tyguas, el sirirí y las guacamayas. La guaia hicha de los piscos que llegan hasta sus tambos para recibir los granos de abtyba para luego retirarse hacia el chiribital; la guaia hicha de las peñas donde habita el tachivoco mielero, la que deja brotar el abtyba de granos sagrados con el que se alimentan los hombres, los osos, los tinajos y los curíes; la guaia hicha del locho, el animal sagrado que sólo se cazaba para comida del soberano y su familia, que ningún otro miembro del pueblo puede comer por lo que puede ser castigado, colocándolo desnudo y atado de pies y manos sobre un nido de guatas, pequeñas hormigas carnívoras que lo devoraban lentamente entre uno y tres soles[38] hasta que quedaba únicamente la osamenta; la guaia hicha de los guatoques[39] donde nadan las lauchas, donde se recolectaban las arracachas, la mandioca, la ahuyama, el ají, la caraota, el algodón y el fique, donde se recogen las arenas doradas para llevarlas hasta el mercado de Sorocotá poblado del territorio del Sybintiba Guanentá, para cambiarlas por panes de sal que traen desde el reino de los Zipas y los Zaques, el curare de los hermanos Yariguies y el tabaco de los Guanes.


Después de recibir las instrucciones los jefes guerreros salieron del cercado, llegaron al cerco de troncos de roble enterrados que terminan en punta, que protegían la vivienda del soberano y procedieron a cumplir el mandato. 


La noche había caído, atogue Sua se había ido más allá de las montañas y atogue Huitaco no había salido aún a iluminar con su pálido resplandor el territorio. El sendero que conduce al centro del poblado estaba iluminado por las antorchas impregnadas de cebo y grasa de tinajo. Chipagra y Chanagá continuaron por el sendero demarcado por las antorchas seguidos por diez hombres que esperaban en la entrada del cercado dispuestos al servicio del soberano.


A una señal de los asistentes del soberano, sonó el silbato de cañabrava, inmediatamente de todos los tambos de bahareque y techo cónico de nacuma, salieron sólamente los hombres, según lo señalado por los sonidos del instrumento.


En el centro del espacio circular donde hacían estas reuniones estaba ardiendo una gran hoguera de chilco y yaragua, un pasto grasoso que se encontraba en muchas partes del lugar, con el que se aviva al fuego que consumía los troncos que estarían ardiendo toda la noche.


El ruido del fuego, las chispas y las pequeñas explosiones que producía la hoguera se confundían con el canto de la lechuza y el surrucú, las aves sagradas de la noche, los ininterrumpidos chillidos de los grillos y el croar de las ranas.


Los hombres permanecieron de pie y en silencio alrededor del fuego; Chipagra y Chanagá les manifestaron que por voluntad del soberano debían alistarse junto a sus armas para luchar, en defensa de la madre tierra del invasor de cara descolorida y peluda, que venia desde más allá de las montañas por el lado del territorio de los Tocareguas. Los jefes guerreros designaron a tres chasquis para llevar la noticia a los Sybintibas y utatibas de todo el territorio de Bichá.


Chipagra y Chanagá regresaron por el sendero de antorchas hasta el cercado de Mogotocoro seguidos por cinco guerreros, que estaban listos para la pelea con sus lanzas y macanas vistiendo las mantas blancas de algodón tejido, la cabeza cubierta por las juriscas, alrededor del cuello los collares con colmillos de tinajos y guaches y las cuentas de cuarzo tallado.


Los jefes guerreros penetraron en la empalizada, se detuvieron y dieron la espalda a la entrada permaneciendo de pie comentando la noticia.


Días después la expectativa por los invasores permanecía, a pesar de que no existían novedades. El estado de alerta y vigilancia permanente lo realizaban los utatibas que habitaban más cerca de Mogorontoque. Pasado un largo tiempo la normalidad en la vida del pueblo, del territorio de Bichá, se recuperó. La única situación extraña que se presentó fue la desaparición de Engualaca, el aprendiz de chique a quien se le transformaba el espíritu cuando fumaba la pipa de tabaco que permitía a los sacerdotes hablar con los espíritus de sus antepasados. 


Los habitantes del territorio de Bichá nunca llegaron a ver al nuevo invasor, Hernán Pérez de Quezada porque este atravesó el territorio de Mogorontoque en dirección del Sybin de Suratá, de los Macareguas y Guanes rumbo al territorio de los Zipas, buscando la comarca del Dorado y la casa del sol, según se enteraron posteriormente, en un mercado de los pueblos vecinos.


Cuando Engualaca fumaba se mareaba, vomitaba, perdía la razón, corría sin rumbo con la sonrisa propia del enajenado, pasaba días enteros entretenido como un moja con cualquier cosa; viendo cómo las hormigas cargaban los trozos de hojas hacia sus nidos. Pasaba noches enteras sin sentir miedo a los espíritus de la oscuridad ensartando un pipo[40] por cada cagui[41] que contaba. Al día siguiente, se le veía con las sartas colgando de su cuello para, en la siguiente noche, contarlas de nuevo pero esta vez no ensartando nuevas semillas sino pasándolas por sus dedos contándolas, sin dejar de mirar el cielo, como si estuviera registrándolas en un inventario de los objetos del espacio inalcanzable. Esta desaparición no les extrañaba a los hombres y mujeres de su pueblo que ya se habían acostumbrado a ellas. 


Uno de esos días Horcatá, el chique, llegó con sus atuendos de sacerdote hasta la puerta del cercado, acompañado de cuatro ayudantes que traían flautas de cañabrava, fotutos, zumbadores y sonajeros para la ceremonia de curandería a la que iban a someter al heredero Chuangará que seguía poseído por las calenturas, cuando apareciera en el cielo la diosa Huitaco.


La ceremonia comenzó con la marcha encabezada por el chique. Cada paso que daba se oía un tintineo producido por los sonajeros que cubrían las muñecas y tobillos. En sus manos llevaba la pipa para fumar el tabaco que portaba en un chíparo pequeño que colgaba al lado derecho de su cintura, de su cuello colgaba la calavera de una iguana, símbolo de la sabiduría curandera.


Cuando menos lo esperaban los marchantes, los sonidos de la noche fueron interrumpidos por uno grave y profundo producido por el fotuto, instrumento que indicaba que la ceremonia había comenzado. El sonido profundo, largo y lastimero invitaba a los curanderos Terechera, sacerdote del Sybintiba Mechicha; Matagira, sacerdote del Sybintiba Imagará y Cocachirá, sacerdote del Sybintiba Listará, que habían sido invitados por el chique Horcata, para unir sus poderes y tratar de ahuyentar los espíritus de chacuá que rondaban el cuerpo del moja. El llamado además convocaba a todos los utatibas del sybin de Mogotocoro que se encontraban allí acompañados por sus hombres y las respectivas tyguyes, los ancianos y los jóvenes que tenían sus caseríos regados a lo largo de las quebradas, los valles y todos los sitios habitables de las tierras coloradas y heladas de Mogorontoque hasta los valles tibios sobre las aguas del río Chicamocha.


Los poblados quedaron abandonados; solamente permaneció en el sybin de Listará, Vitagrá la mujer a la que los espíritus le hacían vivir en un mundo sin sonidos, porque no escuchaba ni hablaba y a cambio de la lengua usaba sus manos para comunicarse. Todos los presentes se dirigieron al sitio ceremonial, se dispusieron conformando círculos; las mujeres se ubicaron en el circulo central, luego en otro, alrededor de ellas, los hombres. Entre todos sumaban cerca de medio millar.


Los fotutos, las flautas y los zumbadores seguían sonando, acompañados por el rítmico chasquido de los sonajeros que portaban los sacerdotes y sus ayudantes alrededor de los tobillos y las muñecas, mientras avanzaban danzando con pasos menudos y alternados. Detrás de ellos venía el heredero tendido sobre un guando[42] cargado por ayudantes. Mogotocoro y sus tiguyes le seguían y después de ellas sus sirvientes.


El heredero lanzaba gemidos débiles, sus labios estaban resecos, su cara más oscura de lo normal, su cuerpo se estremecía ocasionalmente como reacción al fresco de la noche.


Al llegar el cortejo a la plaza ceremonial del poblado principal de Mogotocoro, el cuerpo del heredero fue colocado sobre un camastro. El fuego fue apagado lanzándole agua que portaban los ayudantes en grandes calabazos. Cuando el ahyca avanzó hasta quedar junto a su heredero se hizo un silencio total. Estando allí, levantó sus brazos y su mirada al cielo, permaneciendo de pie mientras su pueblo se ponía de cuclillas con la cara dirigida hacia abajo y los brazos arriba. En esa posición continuaron hasta que el cielo de Bichá fue iluminado lentamente con la luz de atugue huitaco, que se veía plenamente por sobre Cusutá, -la loma alta-.


Mogotocoro rompió el silencio lanzando al aire sus ruegos por la salud del heredero. Seguidamente comenzaron los cantos de los sacerdotes y sus asistentes acompañados del rítmico danzar en círculos. El ritual continuó ininterrumpidamente hasta que atugue Huitaco llegó al centro del cielo, justo encima del territorio, entonces se detuvo. A una señal los sirvientes levantaron el cuerpo exánime del heredero. El sacerdote inició la procesión entonando los cánticos sagrados mientras se dirigían por la sigla[43] que llegaba hasta el valle de Litasgá en el sybin de Garero donde las aguas de la quebrada que viene del territorio de Queragá se juntan con las que vienen de Cámara, que nacen en la popa de Samaná. 


La procesión terminó al llegar a la fuente sagrada de sie chitupgua,[44] que brotaba del vientre de la madre tierra, cuando comenzaba a amanecer y Huitaco había desaparecido y el cielo se iluminaba con la luz de Sua.


Seguidamente, el chique tomó en sus brazos el cuerpo de Chuangará y lo introdujo en las aguas humeantes de la fuente. Atugue Sua estaba bien alto en el cielo cuando el sacerdote hechicero hizo detener los cánticos. Seguidamente retiraron el cuerpo del moja de las aguas para colocarlo sobre el guando. El sacerdote se inclinó sobre él permaneciendo un corto tiempo con la oreja pegada al pecho desnudo del moja. Los demás permanecieron en silencio; sólamente se escuchaba el rumor de las aguas del río y las quebradas que se desprendían desde las montañas que rodeaban el valle, el sonido del viento que bajaba por la cañada del río azotando los bosques de cañabrava que demarcaban su cauce. La expectativa terminó cuando el sacerdote lanzó al cielo un grito. Después de un corto silencio todos los hombres y mujeres comenzaron a hacer lo mismo, porque el heredero había iniciado el “gran viaje”.


La ceremonia fúnebre duró cinco días. El cuerpo fue embalsamado por el chique y sus ayudantes. Todo el pueblo estuvo danzando durante esos días, tomando chicha de corozo y de apio, y consumiendo muy poca comida; masticando tabaco y hayuelo para que sus propios espíritus se sintieran más próximos al del heredero.


Los funerales terminaron cuando Mogotocoro con sus propias manos entregó el cadáver del moja al chique Horcatá y sus sacerdotes asistentes, quienes lo colocaron en la posición que tenía cuando estaba en el vientre de la madre, dentro de una gacha fúnebre hecha de barro cocido y adornada con los colores y símbolos de los soberanos. El cuerpo del heredero estaba vestido con hermosas ropas y adornos propios de su rango.


Los sacerdotes levantaron la vasija fúnebre y comenzaron a ascender por las escalinatas talladas sobre la roca del cementerio erigido por el Sybintiba Garero, a petición de su tío el soberano Charero antes de morir, el que sería a su vez un altar para el culto a Nempequeba abuganá el gran espíritu, como se lo hizo saber la serpiente con cara de mujer que se le apareció en la popa sagrada antes de morir, acontecimiento sucedido hacía muchas lunas.


El altar estaba sobre los farallones de roca que trazan el recorrido de las aguas de la guatoque que viene desde el territorio de Queragá. En la parte alta del altar estaba Mogotocoro presidiendo el funeral. En las mesetas de roca bajas permanecían los hombres y mujeres de su pueblo cantando y danzando. Los ayudantes de los sacerdotes colocaron la vasija en la abertura natural de la roca al lado derecho de la tumba del ahyca Charero. Luego colocaron la comida seleccionada para el largo viaje de un ahyca, consistente de chorotes de barro cocido con chicha, arepas, panes de cacao endulzados con miel de tachivoco, armas, joyas y su bastón de mando para que en la vida nueva asumiera el cacicazgo que le correspondía. 


Los sacerdotes permanecieron varios días tallando los símbolos que identificaban la tumba. Los grabaron con colores rojo y negro obtenidos de tierras mezcladas con sustancias secretas, solo conocidas por los sacerdotes, que perduran como la roca, el tiempo necesario para que el heredero realice el viaje y entonces pueda finalmente ser Sybintiba.


Los días siguientes fueron de duelo, pero a pesar de ello Mogotocoro estuvo reunido con el chique Horcata y sus sacerdotes tratando de interpretar el mensaje de los dioses representado en el nacimiento del moja albino parido por Antolbilta.


La ceremonia para establecer contacto con los espíritus de los antepasados se prolongó más de un día. Al salir del trance el sacerdote le manifestó a Mogotocoro y a los demás sacerdotes, que los dioses comunicaban que a los territorios de Bichá, al de sus vecinos los Servitaes, los Tocareguas, al de los Guicanes, los Guanes, los Yariguies hasta el reino de los Zipas y los Zaques, y a todo el mundo conocido llegarían muchos hombres de piel blanca y de rostro peludo provenientes de sybin desconocido, que traerían armas mortíferas para apoderarse de su hicha, ayudados por animales muy fuertes hasta entonces desconocidos para su pueblo.


Los dioses les manifestaron por medio de los espíritus que vendrían muchas calamidades como la muerte del heredero por haber mandado sacrificar al moja albino antes de interpretar el mensaje que representaba; esta era la razón por la cual el moja Chuangará murió con las mismas lunas de nacido que el moja albino cuando este fue ofrecido como sacrificio humano para que se terminaran los ie-zamisgua o temblores de tierra, que sucedieron en esos tiempos.


Mogotocoro permaneció largo tiempo sentado sobre su estera y en silencio, masticando tabaco, pensando sobre lo dicho por el chique. Después de valorar los acontecimientos decidió que lo que debía hacer era volver a rechazar a los invasores como lo había hecho con buenos resultados anteriormente, en convite con los Sybintibas de los territorios vecinos. 


El duelo por la muerte del moja heredero debía prolongarse por cuatro lunas hasta que llegaran los tiempos de realizar la fiesta de la cosecha. Pero no fue así: ese mismo día llegaron los chasquis enviados por los Sybintibas del pueblo Lache Carabá, Babegá y Servitá con la noticia de que por el territorio de Cacotá venían los chimigüez, nombre que le dieron a los hombres blancos de cara descolorida y peluda. 


Mogotocoro ordenó a sus consejeros y jefes militares que reunieran a los guerreros para emprender la marcha inmediatamente y anticiparse a la llegada de los invasores. La agitación y alarma se apoderó de todos los poblados del territorio de Bichá.


Antes del suamena,[45] con sus hombres armados de macanas y lanzas, Mogotocoro emprendió la marcha con el trote de crucero rumbo a Mogorontoque mientras que en el poblado se quedaban las mujeres, los mojas, los ancianos y algunos hombres, despidiéndolos con gritos para darles valor.


Estaba amaneciendo cuando llegaron a Mogorontoque, al sitio donde, según lo indicaban los chasquis, debían encontrarse los chimigüez. Con mucha cautela avanzaron por entre los bosques de frailejones, ocasionalmente se escuchaba un agudo chillido como el del pájaro que llama a su hembra, que no eran lanzados al aire por el ave sino por los chasquis exploradores, para comunicarse entre sí, lo mismo que con los guerreros de sus pueblos hermanos que llevaban varios días siguiendo a los chimigüez. Por medio de esta forma de comunicación los guerreros de cada pueblo se enteraron de que ya se encontraba en el lugar el pequeño ejército de Mogotocoro, de Imagará, Listará y Mechichá, quienes se le unieron cuando pasó por sus territorios, que se encontraban por la ruta. 


Era de día cuando los chillidos se hicieron más frecuentes y desde varios sitios, como si muchas aves estuvieran conversando a larga distancia. El sol estaba alto en el cielo, y sus rayos atravesaban tenuemente las abundantes nubes, cuando Mogotocoro y los Sybintibas de su pueblo se encontraron con Carabá, Babegá y Servitá y sus guerreros. Acordaron la estrategia a seguir para luego dispersarse sigilosamente por entre la vegetación paramuna, para rodear a los chimigüez que estaban muy asustados y dispersos en pequeños grupos, porque en la huida perdieron contacto unos con los otros a causa de la espesa faca y a las extensas chucuas que parecían praderas verdes y amarillas pero que al pararse sobre ellas se hundían, obligándolos a retroceder.


Los guerreros nativos comenzaron a hostigarlos con los gritos y chillidos y con sonidos de fotutos que eran contestados en lugares diferentes desde la trinchera cuando los veían moverse. Los invasores españoles estaban desesperados porque no lograban verlos pero tampoco eran atacados. En estas circunstancias angustiosas llevaban cinco días, en los que no habían podido comer ni dormir y los nativos que traían como prisioneros y guías se les habían escapado en la confusión de las primeras escaramuzas.


Aquel día, era la primera vez que los españoles podían ver los rayos del sol desde los últimos días vividos en el páramo. Los invasores, pudieron orientarse y regresar hacia el territorio de los cercados en el sybin de Servitá donde habían capturado los indígenas que traían de guías, después de encontrar incendiados los poblados donde habitaban. Los chimigüez solo alcanzaron a reorganizarse puesto que al atardecer, cuando emprendían el desandar del camino recorrido, se encontraron nuevamente con los gritos, los aullidos y los sonidos de fotutos que salían de todas partes sin lograr ver a los que los producían.


Los furiosos ladridos y amagues de los perros para adentrarse en la vegetación indicaban a los invasores que allí, muy cerca, estaban los guerreros aborígenes. El capitán Ortún Velasco no permitía a sus soldados que los soltaran porque días antes cometieron el error de hacerlo y no regresó “Sultán”, un excelente rastreador de color negro al que luego encontraron atravesado por lanzas.


El capitán Ortún Velasco ordenó a los soldados ubicarse en la cima de una montaña que ofrecía un estratégico refugio fácil de defender, pues la neblina comenzaba a invadir el páramo y pronto llegaría la oscuridad. 


Esa noche fue interminable para los soldados españoles, porque no pudieron encender hogueras para calentarse. Para soportar el frío se acomodaron amontonados espalda contra espalda, junto a los caballos y perros que les acompañaban. Frecuentemente los perros ladraban indicando la proximidad de los guerreros nativos, que se acercaban para hostigarlos con ruidos, pero sin llegar a atacarlos.


La llegada del amanecer fue un descanso para los invasores en medio de la desesperada situación. 


―¡Vive Dios! Hemos sobrevivido una noche más― exclamó el capitán Ortún Velasco mientras se santiguaba ―Creo que hoy tendremos otro día despejado― continuó diciendo. ―Debemos aprovecharlo muy bien para salir de este infierno. El santo Dios que está de nuestro lado y de su majestad el Rey, nos lo ha de permitir.


Desde el montículo indicó a sus soldados el recorrido que harían y la estrategia de desplazamiento. Lo harían en hilera dejando unos cinco pasos entre uno y otro. Adelante iba el capitán montado en su caballo y con una ballesta dispuesta. Emprendieron la marcha, un soldado avanzaba junto al capitán con uno de los perros y, cerrando la hilera, marchaba otro con un par de perros más.


Desde los chiribitales y la vegetación, a una prudente distancia, los guerreros nativos siguieron a los invasores. Mogotocoro y los demás Sybintibas realizaron una reunión para tomar nuevas decisiones. Estaban de acuerdo en que no les darían muerte, que sólo les harían abandonar su territorio pues no eran bienvenidos ya que habían hecho prisioneros a varios de los hombres del Sybintiba Carcasí, quien los había recibido amistosamente cuando llegaron a sus dominios. Esa fue la razón por la cual, cuando los invasores avanzaron hacia el territorio de Servitá buscando oro, del que le mostraban diademas, pectorales y pulseras traídas del territorio de los Zipas y los Zaques a los que llamaban Muiscas, le prendieron fuego a sus poblados huyendo para no dejarles ningún botín; además porque recordaban aún a los primeros hombres blancos que habían atacado, dando muerte, robado y esclavizado a los hombres de Tamalameque. 


Los españoles no habían avanzado más de una hora cuando los perros dieron la alarma sobre la presencia de los aborígenes. De todas las direcciones provenían los ruidos durante un tiempo, para luego entrar en un silencio total. Cada vez que sucedía esta estrategia de desgaste, los soldados invasores tomaban posición de combate; los de a caballo alistaban sus ballestas y espadas, esperando hasta desesperar. Por esta razón, en medio día de retirada no habían avanzado mucho.


Al final del día, en una de esas escaramuzas, uno de los soldados enloqueció y se lanzó en loca carrera hacia la vegetación de donde provenían los ruidos disparando su arcabuz. Los nativos quedaron paralizados de la sorpresa ante aquel trueno. Pero el estallido fue la salvación de los soldados españoles porque, a menos de un cuarto de jornada de allí, estaba el capitán Pedro de Ursúa con un centenar de soldados que venían siguiéndole el rastro a Ortún Velasco, ellos al escuchar el sonido inconfundible del disparo en el eterno silencio del páramo, tuvieron la certeza de haberle dado alcance. El capitán Ursúa ordenó a sus hombres acelerar la marcha en dirección al sitio de donde provino el sonido.


Mientras tanto Ortún Velasco ordenó a sus hombres avanzar de prisa aprovechando el silencio de los nativos, abandonando a su suerte el soldado enloquecido que sin saberlo, había propiciado su salvación y la de sus agotados y desmoralizados soldados. Pero no habían avanzado media legua[46] cuando se encontraron de frente con medio centenar de guerreros nativos que, por primera vez, se dejaban ver en los muchos días de persecución. Los nativos los amenazaban con sus armas mientras entonaban una especie de gorjeo. 


Los españoles decidieron retroceder pero se encontraron con otro grupo de guerreros aborígenes, quedando atrapados puesto que no podían huir en otra dirección porque hacia la derecha estaba la zona pantanosa y a la izquierda los farallones infranqueables. 


— ¡Soldados¡ —gritó el capitán —formación de combate en descubierto—. Rápidamente formaron un amplio círculo dando la espalda hacia el centro.—Arcabuceros en posición de tiro— fue la siguiente orden del capitán, cuatro hombres avanzaron hacia un montículo, dos cargando los pesados arcabuces y otros cargando la respectiva horqueta del mampuesto. Luego de dispuestas las armas, colocaron el pedernal en las recámaras y esperaron a que hicieran presencia los aborígenes. Poco a poco comenzaron a aparecer de entre los frailejones, cuando una explosión seguida de otra resonó en el páramo, repitiéndose en un eco que desandó los cielos chocando de roca en roca hasta llegar a los oídos del capitán Pedro de Ursúa y de sus soldados.


Cuando la humareda se disipó en el sitio donde estaban los nativos no se veía sino la vegetación moviéndose suavemente. Las explosiones de las cañas humeantes, habían provocado la huida en estampida de los guerreros aborígenes. Los Sybintibas ordenaron a los jefes guerreros que dieran las señales de reorganización por medio de los cantos de las aves. Una vez reorganizados volvieron a la carga de ruidos sin dejarse ver, pero cuando menos lo esperaban, escucharon ladridos de perros que se acercaban por detrás de ellos. Rápidamente organizaron una avanzada para investigar de quienes se trataba. Mientras regresaba la avanzada, el restante grupo de guerreros aborígenes permaneció inmóvil entre la vegetación.


Para el capitán Ortún Velasco escuchar los ladridos produjo una reacción distinta a la de sus enemigos. Poco tiempo después, y sin dejarse ver, llegaron los hombres de la avanzada de los guerreros nativos y le informaron a sus jefes que se acercaban muchos y nuevos chimigüez. Tan rápido como las liebres, los guerreros aborígenes emprendieron la retirada hacia los farallones que se levantaban cerca de ellos. Desde allí vieron el encuentro de los dos grupos de soldados los que llegaban con muchos perros y chimbacochas como decidieron llamar a los caballos, tomando posiciones defensivas en el valle seco y despejado de vegetación alta. 


En este valle instalaron un campamento, encendieron fuego y sobre él colocaron calderos para preparar alimentos, los que necesitaban con urgencia los soldados de Ortún Velasco. Los nativos desde los farallones pudieron observar cómo ataron de pies y manos y colgaron de las ramas de un árbol, con la cabeza hacia abajo a cuatro indígenas que traían como prisioneros y guías.


El capitán Ortún Velasco agradeció a su Dios por el milagro, sucedido con la aparición del capitán Pedro de Ursúa, a pesar de que este le manifestó que quedaba sin el mando sobre las tropas, la invalidez de la orden de proseguir con la campaña exploradora del territorio, como lo expresaban las cartas que le entregó, firmadas por el Gobernador del Nuevo Reino de Granada el Licenciado Miguel Díaz de Armendariz. 


Los soberanos aborígenes y sus ejércitos decidieron seguir al ejército invasor escondidos entre la vegetación sin volver a dar señales de su presencia. Lo hicieron por un par de días hasta que los invasores estuvieron fuera de su territorio. En una corta discusión entre los Sybintibas para decidir qué hacer con el soldado español que enloqueció, que habían capturado y estaba en su poder, decidieron dejarlo ir tras sus compañeros. Luego regresaron a sus territorios donde cada Sybintiba y sus guerreros fueron recibidos con mucho alborozo y festejo por sus hombres, mujeres y mojas. 



Citas pié de página


[1] Gobernador indígena de un territorio grande.
[2] El territorio de los aborígenes Chitareros.
[3] Nombre dado al territorio grande gobernado por Sybintiba.
[4] Término indígena dado a la tierra de clima frío.
[5] Término indígena dado al maíz.
[6] Espada de madera refiriéndose a las armas indígenas.
[7] El gran espíritu, el dios
[8] El Sol.
[9] La luna.
[10] Laguna.
[11] Nombre del páramo que actualmente es el páramo de Berlín.
[12] Poblado ubicado en lo alto de la cordillera.
[13] Calabazo.
[14] Expresión referida a todas las formas de la comida de maíz
[15] Una variedad de coca propia de la región.
[16] Niño.
[17] Vivienda circular de techo cónico hecha en caña barro y paja.
[18] Esposas.
[19] Neblina
[20] Nombre dado a los hombres blancos  por los nativos.
[21] Vegetación baja.
[22] Nombre que le daban los aborígenes al  actual  río Magdalena.
[23] Término que se refiere a la comida en general.
[24] Una luna equivale a una semana.
[25] Cinturón.
[26] Especie de ruana.
[27] Congeló
[28] Gobernador de un territorio pequeño.
[29] Mazorca tierna.
[30] Sacerdote  de mayor poder en el culto a las divinidades.
[31] Pared hecha con cañas atadas con fiquetón.
[32] Curandero de la tribu.
[33] La muerte.
[34] Nombre que le daban al tabaco.
[35] El telar.
[36] Monte de árboles altos.
[37] Monte de vegetación baja.
[38] Días.
[39] Quebradas.
[40] Semillas silvestres negras sobrantes de la extracción del látex para lavar.
[41] Estrella.
[42] Una camilla rústica.
[43] Camino.
[44] Fuente de aguas calientes.
[45] El atardecer.
[46] Medida de distancia utilizada por los europeos.

2 comentarios:

  1. Que hermosa recreación, su acercamiento histórico es muy exquisito y la exaltación de lo propio un poema sostenido. Te agradezco por la creación de tan fascinante relato, porque me devolvió a mis ancestros.

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  2. Me interesa su libro don Germán

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