viernes, 14 de agosto de 2009

COMENTARIO A MOGOTOCORO EL ÚLTIMO CHITARERO

Por David Ricardo Bermúdez Jaimes


Muchas son las perspectivas desde las cuales puede apreciarse esta hermosa obra. En este instante - quizá influenciado por un cúmulo de experiencias e ideas personales- quisiera referirme a tres: en primer lugar al libro y su valor histórico, en segundo lugar, al libro y su valor literario. Reservo el último lugar a un punto muy particular que es mi relación personal con el libro.

I

Muy próximo a otras tantas opiniones que he podido conocer, me parece que es invaluable el trabajo del autor por el cual ha sido posible ofrecerle al lector una bella cátedra de chibcha chitarero. Desde luego, los españoles hicieron tan bien su trabajo que ya para nosotros hoy en día es imposible leer sin trancas las palabras que en muchos lugares aparecen en el texto, cuando contamos con suerte y las podemos leer “de chorro”, obvio no las entendemos y menos mal en muchos casos (lástima que no en todos) está un pie de página para auxiliarnos. El siguiente problema con el que chocamos es el de recordar las palabras y su significado, quizá esto es lo más difícil, sólo cuando hemos empezado a leer y las letras del texto ya nos han atrapado, uno siente que poco a poco va adquiriendo un léxico que pagina a pagina se va arraigando con mayor fuerza. Este es para mí un verdadero merito del autor, adentrar con gran habilidad y belleza un poco de aquel lenguaje ancestral con el que hoy en día nombramos lugares, objetos, sentimientos y otras tantas cosas casi por inercia sin una mínima noción acerca de su verdadero significado, que a mi pesar, ha sido profanado al punto de hacernos parecer que aquellas palabras son vulgares, peyorativas o simplemente incomprensibles.

Pasando a otro punto, creo que no es de descuidar la recolección, selección y articulación de los hechos con los que el autor logra hacer justicia a la historia pasada, a los hombres que ayer ocuparon nuestras ciudades y pueblos, a quienes ya no recordamos y que harta falta si nos hace recordarlos (como diría Harold) ¿O debería decir conocerlos? Los lugares cuyos nombres hace poco no decían nada para mí, las palabras que apenas sabía que existían y otras tantas que no conocía, todo esto, entretejido con un halo majestuoso de fantasía y narrativa son para mí suficientes razones para sostener que el primer gran logro del autor es salvarnos de la ininteligibilidad que puede causarnos la lengua, la cultura, la historia e importancia de nuestros antepasados aborígenes.

II

Haciendo una mirada del libro desde su valor literario, he de reconocer que aquellas visitas espontaneas a Santander, aquellos estallidos de los picaportes de una máquina de escribir que por días acompasaron el hogar y las muchas tardes que pille a mi padre sentado allí con sus gafas cuasi encorvado y muy concentrado, valieron la pena. Si bien, “a la hora del chocolate” siempre se lograron “colar” algunas erratas de digitación, otras de ortografía y hasta de impresión, ninguno de estos errorcillos es un impedimento para disfrutar del libro. Para ser sincero, mi mente todo el tiempo estuvo ocupada recreando bellos paisajes, rostros inmaculados, personalidades admirables (como la de Mogotocoro o Sivirita su tyguyes apreciada, o la fuerza y destreza del joven Tutasaura) y otros tanto de cosas hermosas que muy de vez en cuando me dejaron concentrarme en detalles minúsculos como tales errorcillos.

Si bien los nombres, lugares, algunos personajes y acontecimientos han sido ofrecidos por la poca historia consignada, el alma de la obra es toda una creación fascinante del autor, que en vez de traernos a los del presente el mundo de nuestros antepasados en porciones descontextualizadas y sinsentido, nos lleva a nosotros, los del presente, a aquel mundo maravilloso. Este viaje, no puede ser causado más que por una bella creación literaria.

¿De qué sirve el arte si no es para sentir el mundo? Digo “sentir” porque en aquella palabrita cabe toda forma de percepción, desde las sensoriales (orgánicas) hasta las más elaboradas y complejas (conceptuales) y sin duda, no hay cosa que estimule más el sentir que el arte en general. Doy testimonio de que al leer Mogotocoro pasé por toda clase de sensaciones: de respeto y admiración por aquellos antepasados verdaderamente libres (de enfermedades, vicios, afanes, pobreza, etc.); de nostalgia por algo que nunca tuve y nunca tendré como es haber vivido entre ellos; de rabia al vivir la invasión de los chimigüez y tristeza por aquellos que tuvieron que soportarla; con mogotocoro volví a sentir el olor único de las tierras sanandreseñas, saboreé el amargo y áspero dulzor de la arepa de maíz. Sentí el frío de los páramos, escuche el fluir del río y por último, confieso (no exagero) que llore desconsoladamente durante las últimas ocho páginas.

III

Me reservo este último punto para tratar mi relación personal con el libro. Tras un título tan abstracto sólo quiero referirme a lo que yo pude saber, sentir y pensar sobre Mogotocoro el último chitarero. Creo que a lo largo del por cierto “largo” comentario que hasta aquí se ha hecho, he dicho mucho de lo que debería estar consignado aquí: Los viajes a Santander; el sonar de la máquina de escribir; las tardes en que vi a mi padre petrificado frente a sus hojas. Pero ya que me permito este espacio puedo hablar también de la primera vez que pude leer un prospecto del libro que acabó con la tinta de la impresora de la casa y que cuando llegó a mis manos estaba lleno de rayones a lápiz. También recuerdo la grave noticia de que un prospecto (no sé si el mismo que yo leí) había sido extraviado por una tía en un banco, recuerdo el terrible temor de saber que cualquier persona podría patentarlo y publicarlo. Recuerdo como si fuera ayer, el afán con que hace poco le preguntaba a mi padre cuando iba a publicar, y el día en que por fin, vi llegar tres cajas cargadas de libros, no sé si alguien pueda entenderme, pero allí, en ese pequeño libro de ochenta y tantas páginas estaba el esfuerzo y la dedicación de mi padre, estaba el diseño de la portada de mi hermano, estaban las opiniones y correcciones de mi madre y de mi cuñado. Creo que lo que yo siento por este libro no lo he sentido por otro, pensándolo bien, es un miembro más de la familia que con orgullo muestro a mis contemporáneos y mostrare a mis sucesores en honor a nuestro pasado, a nuestros orígenes y a nuestra familia.

Finalmente quisiera terminar dándole el gusto a quienes pueden estar curiosos de saber que pasó con el llanto desaforado que casi no me deja leer las últimas hojas del libro. Recuerdo que la primera vez que leí el libro lloré, pero no tanto como la última, ¿Por qué? No lo sé, creí que todas las lagrimas las había agotado en mi niñez, todavía sigo buscando la explicación de porque Mogotocoro me hizo niño de nuevo. Solamente cuando pude dejar de serlo, cuando recobre mi edad, pude pensar como adulto y darme cuenta de que no había porque llorar, Mogotocoro finalmente no es motivo de llanto, sino de felicidad, es él el único campo de batalla donde los chimigüez no triunfaron, él es el triunfador en un mundo de perdedores, es él quien finalmente se mantiene libre, digno y fuerte cuando su mundo entero se había derrumbado. Cuando comprendí esto deje de llorar, empecé a reír y luego a escribir.